¿Qué podría contarnos este hombre?
Libros con saliva
Es importante leer, pero es mucho más importante escuchar. En estos días de primavera, las calles de Granada se llenarán de tentadores volúmenes, de crujientes y olorosas páginas. Pero dentro de cada persona va una biblioteca de Alejandría. ¿No debería detenerme y escuchar? En el bar, aquel señor entrado en años, con pinta anodina y sienes canosas, que toma abstraído una cerveza frente a mí, ¿qué podrá decirme?
Escuchar es apasionante. La gente está ávida de contar su historia y, sin embargo, detesta oír la de los demás. Tienen lo ignoto junto a sí, pero ni siquiera lo sospechan; y cuando leen un libro, es porque ha sido ensalzado en los medios de comunicación; o porque su autor es conocido; o porque va envuelto en polémica. Pero pocas veces se aventuran a abrir un volumen del que no tienen referencias. Viven en una selva, pero sólo transitan por los raíles del safari turístico.
El mundo tiene sed de que lo atiendan, pero resulta una tarea imposible a no ser que se pague. ¡Es tan triste! La necesidad de explayarse es tan grande que se pringa al psicoanalista para ser escuchado; muchos poetas y escritores apoquinan de su bolsillo la edición de sus libros con el anhelo de ser escuchados.
Las historias en primera persona nos asaetean, pero a nadie les interesan si no se las sirven los periódicos o la televisión. ¡Sería tan fácil sin embargo experimentarlas de primera mano! Están ahí, a un palmo de nuestros oídos. Cada persona es una parte de nosotros mismos. Escuchándola, nos escuchamos. Los caminos que han transitado proyectan nuestros propios caminos.
Los libros son de papel o de bits, y no pueden responder a nuestras preguntas; y no pueden sentir el amoroso reconocimiento de ser escuchados. De lo único de que pueden presumir es de ser vendidos. Pero el alma no se vende. El alma se da, se comparte. El libro es un noble objeto, pero una historia narrada de viva voz es algo sublime. Una historia sincera, desgarrada, susurrada por un ser vivo, vale un premio Nobel.
Una sociedad que no escucha es una sociedad enferma. Una sociedad para la que somos meros consumidores. Y los libros, productos de consumo. ¡Hay que evadirse de este sino fatal! A mí que me den historias que me salpiquen de saliva. Que me cuenten mostrándome las heridas en la piel. Mientras tanto que el escritor‑tendero firme ejemplares en la caseta próxima. Tal vez debería escuchar a quienes se le acercan. Pero no tiene tiempo. O no quedaría bien. O sólo le preocupa estampar su rúbrica. Y así deja que la vida se le escurra entre láminas de celulosa vegetal. Sordo entre libros mudos mientras libros vivos pasan ante él y no puede leerlos. Ama la pulcritud del papel y de la tinta de imprenta, pero desdeña la saliva.
Diario IDEAL, martes, 26 de abril, 2011