martes, 23 de junio de 2015

PERDER EL ALMA

«Pensé en los muchos secretos que guardaba el ordenador que me habían robado, en mis diarios de más de 30 años, en la impudicia de que fueran hechos públicos»

Hacer estallar el ego es condición indispensable para llegar a uno mismo, lo que no resulta fácil, pero, a veces, hay quien lo hace por nosotros. En el caso que cuenta este artículo, fueron los ladrones

Perder el alma

El miércoles me robaron el alma. Cuando llegué a casa y fui a introducir la llave, la puerta estaba abierta. «¡Me olvidé de cerrar!», me reproché estupefacto. Pero en el vestíbulo, tuve una inquietante sospecha: «¡Alguien ha entrado!». En el salón, el televisor estaba en su sitio; los cajones, cerrados, nada había sido revuelto, respiré aliviado... Pero al franquear el despacho, el corazón me dio un vuelco: ¡el ordenador había desaparecido!
No me lo podía creer. Pensé estar en un sueño. «¡Que no sea verdad –imploré–, que despierte ahora mismo y el ordenador esté sobre la mesa!». Pero la mesa siguió igual de desierta, sin el Dios todopoderoso que la presidía. Tuve que aceptarlo: habían manipulado la cerradura, entrado y robado el ordenador. Y en él, miles de documentos, mis escritos, mis diarios, mis correos y direcciones, mis tarjetas, sus claves, la firma digital, fotos, vídeos... ¡El alma entera se habían llevado!
Me senté como un autómata, sintiéndome vacío y profanado. ¡Media vida estaba en aquel aparato! Negras, sombrías, turbulentas nubes pasaron por mi mente. ¿Qué iba a hacer ahora?
Tenía que inutilizar cuentas y tarjetas. Llamé al banco y, con voz asmática, hice la gestión. Luego corrí tambaleándome a la comisaría más cercana y puse una denuncia inútil, pues no disponía del número de serie del aparato. Cuando regresé a casa, la policía científica me estaba esperando en el portal. Entraron y cubrieron la puerta de una sucia carbonilla buscando huellas que no encontraron. Cuando se fueron, encima, me tuve que emplear en quitar aquella deleznable tizne.
Acababa el día cuando volví a sentarme exhausto y aturdido. Inspiré aire a bocanadas y me fue llegando algo de paz. Me percaté de que, a mí, personalmente, no me habían hecho nada. Eso era importante. Luego pensé en los muchos secretos encerrados en aquel ordenador, en los diarios de más de 30 años, en la impudicia de que fueran hechos públicos... La desazón y la vergüenza piafaron por más de una hora. Después el cimarrón se fue calmando.  Pensé que los secretos que encerraba la máquina no eran diferentes de los que puede tener cualquier ser humano, que mi intimidad no era más especial que la de mis semejantes, que si alguien entraba en mis arcanos sólo descubriría los suyos propios. Me embargó el sentimiento de ser uno con todos, y el ego se fue haciendo trizas. Yo era uno más de los que han sido, son y serán, con las mismas virtudes, contradicciones, defectos, debilidades, dudas y secretos que ellos... Me fui liberando del peso de ser “yo mismo”, comprendí que lo que consideraba el “alma” era el pobre ego con sus ingenuos deseos, cansinos, temores, ridículas reticencias, torpes ambiciones, cómicas intimidades, veleidosas opiniones... ¡Así que lo que me habían robado era el ego! Se habían llevado el fardo que me oprimía y, ahora, sin él, me quedaba el alma desnuda, la llana y simple sensación de estar vivo, la profunda paz de no ser llevado y traído por las circunstancias.
Luego los ladrones habían hecho por mí lo que tantos buscadores espirituales tratan infructuosamente de hacer: desprenderse del ego para encontrar lo que nada ni nadie puede arrebatar, frente a lo cual las máscaras caen hechas añicos. Entonces sentí una enorme dicha. Ahora lo sabía: ¡el alma no puede ser robada!

GREGORIO MORALES VILLENA
Diario IDEAL, martes, 23 de junio, 2015