«Pensé en los muchos secretos que guardaba el ordenador que me habían robado, en mis diarios de más de 30 años, en la impudicia de que fueran hechos públicos»
Perder el alma
El miércoles me robaron el alma. Cuando llegué a casa y
fui a introducir la llave, la puerta estaba abierta. «¡Me olvidé de cerrar!»,
me reproché estupefacto. Pero en el vestíbulo, tuve una inquietante sospecha: «¡Alguien
ha entrado!». En el salón, el televisor estaba en su sitio; los cajones,
cerrados, nada había sido revuelto, respiré aliviado... Pero al franquear el
despacho, el corazón me dio un vuelco: ¡el ordenador había desaparecido!
No me lo podía creer. Pensé estar
en un sueño. «¡Que no sea verdad –imploré–, que despierte ahora mismo y el
ordenador esté sobre la mesa!». Pero la mesa siguió igual de desierta, sin el
Dios todopoderoso que la presidía. Tuve que aceptarlo: habían manipulado la
cerradura, entrado y robado el ordenador. Y en él, miles de documentos, mis
escritos, mis diarios, mis correos y direcciones, mis tarjetas, sus claves, la
firma digital, fotos, vídeos... ¡El alma entera se habían llevado!
Me senté como un autómata,
sintiéndome vacío y profanado. ¡Media vida estaba en aquel aparato! Negras,
sombrías, turbulentas nubes pasaron por mi mente. ¿Qué iba a hacer ahora?
Tenía que inutilizar cuentas y
tarjetas. Llamé al banco y, con voz asmática, hice la gestión. Luego corrí
tambaleándome a la comisaría más cercana y puse una denuncia inútil, pues no
disponía del número de serie del aparato. Cuando regresé a casa, la policía
científica me estaba esperando en el portal. Entraron y cubrieron la puerta de
una sucia carbonilla buscando huellas que no encontraron. Cuando se fueron,
encima, me tuve que emplear en quitar aquella deleznable tizne.
Acababa el día cuando volví a
sentarme exhausto y aturdido. Inspiré aire a bocanadas y me fue llegando algo
de paz. Me percaté de que, a mí, personalmente, no me habían hecho nada. Eso
era importante. Luego pensé en los muchos secretos encerrados en aquel
ordenador, en los diarios de más de 30 años, en la impudicia de que fueran
hechos públicos... La desazón y la vergüenza piafaron por más de una hora. Después
el cimarrón se fue calmando. Pensé que
los secretos que encerraba la máquina no eran diferentes de los que puede tener
cualquier ser humano, que mi intimidad no era más especial que la de mis
semejantes, que si alguien entraba en mis arcanos sólo descubriría los suyos
propios. Me embargó el sentimiento de ser uno con todos, y el ego se fue
haciendo trizas. Yo era uno más de los que han sido, son y serán, con las
mismas virtudes, contradicciones, defectos, debilidades, dudas y secretos que ellos...
Me fui liberando del peso de ser “yo mismo”, comprendí que lo que consideraba
el “alma” era el pobre ego con sus ingenuos deseos, cansinos, temores, ridículas
reticencias, torpes ambiciones, cómicas intimidades, veleidosas opiniones...
¡Así que lo que me habían robado era el ego! Se habían llevado el fardo que me
oprimía y, ahora, sin él, me quedaba el alma desnuda, la llana y simple
sensación de estar vivo, la profunda paz de no ser llevado y traído por las
circunstancias.
Luego los ladrones habían hecho
por mí lo que tantos buscadores espirituales tratan infructuosamente de hacer: desprenderse
del ego para encontrar lo que nada ni nadie puede arrebatar, frente a lo cual
las máscaras caen hechas añicos. Entonces sentí una enorme dicha. Ahora lo
sabía: ¡el alma no puede ser robada!
GREGORIO MORALES VILLENA
Diario IDEAL, martes, 23 de junio, 2015
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