LA MUJER QUE BUSCA A DIOS EN LOS HOMBRES
(el maestro a sus alumnos)
Nada más iniciarse la clase, Amanda le pregunta al Maestro:
Admirado maestro, necesito una sabia respuesta. Soy una mujer sola, pero no solitaria. Me gusta la buena compañía, disfrutar de los pequeños placeres cotidianos (porque estuve enferma un tiempo y aprendí a valorar lo insignificante), desprecio lo material (lo tuve y lo dejé atrás, porque no me satisfizo), amo con pasión y creo firmemente en el amor, y también en el “flechazo” (porque me ha sucedido), pero desconfío del matrimonio y la pareja... En esto me considero una liberta (que compró su libertad) y que no desea volver a ser esclava. No soy rencorosa ni vengativa y tengo buenos deseos para todos mis ex, y espero que hayan encontrado la felicidad. Procuro practicar la “otredad” con todo el mundo (ponerme en el lugar del otro y comprender sus acciones y palabras). No conozco ningún matrimonio feliz, sino acomodado a las circunstancias, o a los intereses creados, o adaptados a lo que hay, o sufridores de sus parejas, o conformados con lo que les ha “tocado”. Y yo no quiero ser una conformista. Y aunque mi única convivencia durante muchos años fue buena, veo por observación a mi alrededor que la convivencia puede ser catastrófica para el amor, y deduzco que lo mejor es que cada miembro de la pareja tenga una “habitación propia”, y, más aún, “casa propia”. Llevo muchos años sin pareja oficial, eso no implica que no haya tenido amor o amante... pero nada definitivo, yo rompo siempre, por una u otra causa. Siempre encuentro pegas en los hombres que conozco, además de que no tengo buena opinión de los hombres en general, de los cuales admiro a muy poquitos, y soy de esas mujeres que piensan que “lo mejorcito ya está cogido” y que “no hay hombres interesantes libres”. No sabe, maestro, cuántas mujeres me dicen esto. O que a los hombres en general les gusta que las mujeres los traten mal, que sean tiranas, frígidas, infieles o malvadas con ellos, mientras que si eres una “bendita” en el fondo te desprecian, esto también lo piensan muchísimas mujeres. Yo, por mi parte, pienso que después de los cuarenta las personas disponibles somos stock o tenemos taras... porque si no... ya nos habrían “comprado” hace tiempo. Pero no piense, maestro, que soy cruel, sino sincera, dulce, frágil, sensible, y salgo herida con facilidad. También soy apasionada, si me enamoro amo perdidamente y sin remisión y beatifico al objeto de mis amores, al que adoro como a una deidad pagana. Aspiro a un amor total, a la química en llamas, y a un hombre inteligente, carismático, con talento, intelectual, apasionado, que pueda amar y admirar y, sobre todo... que me ame, y eso sí, “disponible”. Aclaro que no busco en el físico, sino en el interior, pues dicen que “tengo muy mal gusto” para los hombres...
Maestro, ¿he hecho bien estos años pensando de esta forma y actuando en consecuencia? o ¿debo cambiar? Y es más ¿puedo cambiar? y ¿cómo?
Espero su sabio e inspirado consejo y prometo seguirlo a rajatabla.
El Maestro le responde a Amanda:
Amanda, aunque lo ignores, eres religiosa. Desesperadamente espiritual. ¡Y, sin embargo, no encuentras a Dios! Has puesto a Dios en el hombre. Cuando buscas a un hombre, secretamente buscas a Dios. Y naturalmente no lo encuentras. Y te desalientas. Y te hartas. Y desistes. Y vuelves a comenzar.
Amanda, todo en tu ser necesita adorar. Eres religiosa y tu corazón clama por rendirse a las maravillas que te rodean. Por dar las gracias ante tanta belleza, ante tanto espectáculo, ante tanto sobrecogimiento. Y entonces vas y buscas a un hombre para hacerlo. Y te arrodillas ante él y lo adoras. Lo beatificas. Pero ¡ay, Amanda! ese hombre no es Dios. Y por cuanto no es Dios, nunca podrá devolverte cuanto le das. Y siempre estarás desconsolada, quebrada. Y por eso estás siempre rompiendo con tus parejas.
¿Cómo puedes decir que eres una mujer dulce y sensible si dejas a los hombres? ¿Si los usas y los abandonas y no tienes buena opinión de ellos? ¡Y cómo no vas a salir herida! Pues lo que haces con los hombres lo haces contigo misma. Y cada vez que abandonas a uno te estás abandonando a ti misma.
Amanda, buscas nieve en las dunas. ¿Crees que las dunas podrán darte nieve? Puedes encontrar muchas cosas entre las dunas, pero la nieve sólo está en las altas montañas. Tienes que ascender a las cimas para encontrar la nieve.
Mi querida Amanda, Dios habita en cada hombre. Y, por tanto, habita en ti. ¿Por qué buscas fuera lo que tienes dentro? Mientras no encuentres a Dios en ti, no encontrarás a Dios en cada hombre. Mientras tu corazón no beba de la fuente de la que mana todo, el río no irá a tu encuentro.
Amanda, estás perdida en las apariencias. Fíjate si lo estás que, en cuanto te he nombrado la palabra Dios, te has escandalizado. Me has rechazado. He visto tu gesto de desdén, de incomodidad. Has pensado que estoy trasnochado y que te hablo de viejos tópicos. Te han enseñado que las apariencias son verdad y que Dios no existe. Te han enseñado que Dios pertenece a los sacerdotes. Y ahora estás en la estacada, pues algo clama en ti por lo absoluto, pero no sabes ni cómo ni dónde encontrarlo. Y has recurrido a las armas que te ofrece el mundo: buscar que te quieran, que te comprendan, que te hagan el amor, que te regalen inteligencia.
¡Ay, Amanda! Nada que tú no des te será dado. Lo importante no es lo que te den, sino lo que tú des. Pues cuanto das, en realidad te lo estás dando a ti misma. Y cuanto recibes, en realidad lo estás dando a los demás. Pero no lo sabes, y lo primero que te planteas es que te amen, pero el milagro no es éste, sino amar. Si amas, ya está todo hecho. Ésta es la maravilla. No existe otra.
Cuando se ama, ¿qué más dan los detalles? ¿Qué importa que se viva en casas juntas o separadas, que te cases o no? Todo eso es irrelevante. Plantearse siquiera la cuestión implica que partes de premisas erradas. Las formas son sólo proyecciones del amor. Cuando el amor existe, las proyecciones pueden ser múltiples, pero jamás hay requisitos ni normas ni recetas. Tú vive el amor. Fluye con él. Y lo demás vendrá o no vendrá por sus propios pasos.
Amanda, tú no necesitas cambiar. Lo tienes todo. Pero sí necesitas derruir la armadura de hojalata que la sociedad ha construido sobre ti. Tienes que derribar los ingenuos mitos que te anquilosan. Tienes que dejar de creer en ídolos. Tienes que abatir los muros con que han tratado de dividirte, las pobres casas con que te han alienado. ¿Te imaginas un palacio envuelto en una choza? ¡Tienes que derribar la choza! Por eso no se trata de cambiar, sino de descubrirte. De reencontrarte con la belleza que habita en ti.
Tienes, querida Amanda, que ser valiente. Tienes que deshacerte de cuanto has aprendido y recuperar a la niña que un día dejaste abandonada. Todo lo que te han dicho los periódicos, la universidad, la televisión, los médicos, los políticos, es falso. No hay nada fuera de ti. Todo está dentro. El único lugar donde debes encontrar el amor es en ti misma. Y como es adentro es afuera. Pero jamás al revés.
Querida Amanda, el amor no está en el mercado. El amor no se compra ni se vende. ¿Por qué entonces detallas las características del hombre que deseas? ¿Qué diferencia hay entre lo que pides y un catálogo de ordenadores o de automóviles? ¡Pero Amanda! Estás impregnada hasta la médula de la sociedad de consumo. Aunque afirmas que desprecias lo material, hablas del amor en términos de mercado. Hablas de “personas en stock”. Afirmas que si éstas no tuvieran taras, ya las habrían “comprado”. Amor como mercancía. ¿Y dices que desprecias lo material? ¡Amanda! ¡Amanda!
Puede que no pases los fines de semana en los centros comerciales, pero has hecho del mundo y de los hombres un almacén donde buscas la mejor mercancía. ¿Crees que esto tiene algo que ver con el amor? Amanda, cuando ames a alguien, lo amarás tenga o no los requisitos que anhelas. Lo amarás integralmente y, por tanto, amarás todas y cada una de sus características, te hayan gustado antes o no. Y si no amas, ni el más perfecto de los hombres podrá satisfacerte.
Quiero que lo entiendas, Amanda: cuando hayas satisfecho tu necesidad de adoración donde debes satisfacerla, no buscarás a un hombre para adorarlo. Ni tú misma te endiosarás. Por el contrario, ambos os uniréis para adorar juntos a quien debéis adorar. El yugo de Dios, Amanda, tiene un nombre: libertad. ¡Extraña paradoja que quienes se entregan a Dios sean más libres que quienes se creen dueños de su destino! Te has creído dueña de tu destino y has encarcelado al amor. Te has creído dueña de tu destino y has sustituido a Dios por los hombres. Y, por tanto, te has hecho esclava de los hombres y de las mujeres, de sus opiniones, de sus erradas perspectivas, de sus sombras chinescas. Así que me dices que no quieres volver a ser esclava y que has comprado tu libertad, ¿pero tú crees que la libertad se compra creyendo en la separación? ¿Crees que la libertad se compra unciéndose a las apariencias?
Para encontrar el amor tendrás que ser realmente libre. Y sólo teniéndolo todo podrás ser libre. Porque quien lo tiene todo no busca, encuentra. Para quien lo tiene todo no hay escasez, sino abundancia. Para quien lo tiene todo no hay posesión, sino comunidad. No hay separación, sino unión. Deja fluir el universo que hay en ti y no tendrás que hacer nada.
Aspiras, Amanda, a un amor total. Vuelvo a decírtelo: eres religiosa. Pues el único amor total es el de Dios. El amor del campo cuántico. El amor de este universo, de los universos paralelos, de los universos que existieron y de los que existirán. Cierto, ese amor pleno sólo se puede experimentar a través de la unión de dos personas. Pero, para que el amor te embargue, no debes ponerlo en el hombre al que amas. Tú y el hombre al que amas debéis ponerlo en Él. No debéis amaros el uno al otro, sino amaros en Él. Sois como una compuerta que se abre al río del amor. Al unirte a un hombre, la compuerta se iza. Y el amor os anega.
Cierto también, eso te ocurrirá con un sólo hombre. ¡Pero no debes buscarlo! Ni tampoco pensar en él. Sólo cuando hayas encontrado en ti, el hombre aparecerá en tu camino. No importan el tiempo ni la edad ni la profesión ni el físico. Lo notarás porque, cuando el hombre se muestre ante ti, serás una niña. Lo impostado caerá hecho añicos a tus pies. Y amarás no con la ilusoria pasión de la que hablas, sino con una ancestral plenitud. Tendrás seguridad y confianza y certeza. Tendrás una inusitada belleza. Y no verás a un ídolo ni a un santón ni a una deidad, sino a un ser de carne y hueso. No te habrás enamorado de un espejismo, sino de un hombre. Y ese hombre será para ti todos los hombres. Y sabrás que lo has conocido siempre. Y te vendrán recuerdos de cuanto has vivido con él, aunque según las leyes del mundo no hayas vivido nada.
Querida Amanda, no tienes que mover un dedo, no tienes que cambiar, no tienes que angustiarte ni atender. Sólo aceptar tu necesidad de trascendencia. Y cuando hayas puesto a lo absoluto sobre todas las cosas, el amor vendrá a ti sobre todas las cosas. En la figura de un hombre. Un hombre de carne y hueso. Y sentirás que siempre ha estado contigo. Y que siempre lo estará.