EL FARAÓN DE LA ALPUJARRA

El Faraón Ramsés II

EL FARAÓN DE LA ALPUJARRA

Salvador Rodríguez, alcalde de Carataunas, no es Salvador Rodríguez. Es un Faraón. Un Faraón del Antiguo Egipto. Que se haya reencarnado en la Alpujarra es una mera casualidad. Podía haberse reencarnado en la India. O en Oceanía. Pero un Faraón es un Faraón, allá donde se encuentre. Y un Faraón necesita súbditos. ¿Y quiénes podrían ser éstos sino los caratauneros? Revestido del flagelo propio de todo faraón, Salvador Rodríguez ha sometido militarmente a sus conciudadanos.

Salvador Rodríguez lleva ya tres lustros de reinado. En ellos, ha tenido ocasión de hacer morder el polvo a los impíos. A unos les ha cortado árboles. A otros, les ha abierto fosas en la puerta de su casa. A otros, simplemente, los ha acariciado desbordadamente. Ha construido edificios civiles con dinero del pueblo, pero como todo cuanto se mueve pertenece al Faraón, sólo él tiene las llaves.

Como todo monarca que se precie, Salvador Rodríguez piensa también en el más allá. Y ahora que se acerca a la edad provecta, está construyéndose la pirámide de rigor. Claro, no puede construirla al modo de Egipto, pero al menos puede construirla al modo de la Alpujarra. El caso es tener un mausoleo desde el que viajar al reino del Hades. Por eso, lo primero que ha hecho es ampliar el cementerio. ¿Qué más da que en Carataunas no haya ni dos muertos al año? Todo Faraón necesita espacio, mucho espacio. Y como vendrán de los cuatro puntos cardinales a postrarse ante sus exequias, también va a construir un extenso aparcamiento donde quepan grandes y fúlgidos autocares. Y para que las naves del cielo puedan descender sin problemas y rendirle igualmente pleitesía, ordenará a sus vasallos edificar un helipuerto. ¡Que por aire, tierra y mar las multitudes puedan encontrarse con su gloria! Eso sí, los caminos, no. Los caminos son cosa de pobres. ¡Él no quiere humildes, sino potentados! De ahí que haya dejado que las zarzas, los tomillos y la lluvia cierren los senderos de las montañas.

Mientras tanto, él le reza con piedad a Amón, el dios de los dioses, el que unge a los faraones, el mismo que hace tres años le concedió por una moneda la victoria sobre sus enemigos. Claro que Amón, en versión Alpujarra, se llama Padre Eterno. Salvador Rodríguez ama tanto al Padre Eterno que hasta besa la tierra de su ermita. Y como todo cuanto besa el Faraón se torna sagrado, pasa inmediatamente a formar parte de la corona.

Salvador Rodríguez ora mucho. Por una parte, le reza al Padre Eterno. Por otra, a las Ánimas Benditas. La vida terrenal y la vida de ultratumba. Amón, rey de la luz, y Osiris, rey de las tinieblas. Y como va a pasar miles de años en ellas, hasta ha levantado un templo en su honor. “Yo me encargaré personalmente de mantenerlo”, anuncia gozoso, nimbado por un halo divino. Son los deberes piadosos de todo Faraón.

La Alpujarra ha dado grandes personalidades, pero nunca había dado un Faraón. ¡Que los siglos lo contemplen! Egipto no es cosa de los tiempos de Matusalén. Está aquí, entre nosotros, en la gloriosa figura de Salvador Rodríguez. Es comprensible que allane el camino para las hordas de devotos que llegarán a Carataunas.

GREGORIO MORALES
Revista GARNATA, segunda quincena septiembre 2010