«Un país
esclerotizado tiene alumnos, no estudiantes»
"Alumnos", la todopoderosa palabra que ha acorralado y finalmente extinguido a la bellísima "estudiantes" (foto: Investigación y Docencia) |
¡Estudiante!
“¡Estudiante!”, decíamos con orgullo mis compañeros de
instituto y yo cuando alguien nos preguntaba la profesión. Hoy tendríamos que
haber aflautado la voz y mascullar con desdén: “…Alumno”. Lo claman con
profusión periódicos y televisiones: “Los alumnos comienzan el curso”.
Comentaristas, contertulios, políticos, hablan de “alumnos”, aunque en puridad
sólo a los profesores les compete la palabra, ya que se es alumno en relación a
quien enseña y, por extensión, al centro educativo donde se enseña. Pero para
el resto de la sociedad, la única palabra pertinente es “estudiante”. Si un
periodista escribe que “tantos alumnos regresan a las aulas”, ¿acaso ese
periodista es su profesor?
No, la palabra está mal empleada,
y pasaría desapercibida o sería un error de los miles que nos asaltan por doquier
si no fuera clarividentemente significativa, una precisa radiografía del
apocado mundo que nos ha tocado vivir. La palabra “estudiante” implica algo
activo, en ejercicio, independiente, poseedor de deberes y derechos, mientras “alumno”,
por el contrario, conlleva algo pasivo, tutelado, contingente, sometido a la
autoridad de un superior. Al denominar a alguien “estudiante”, le estamos
suponiendo capacidad y madurez. Si lo llamamos “alumno”, carencia y
sometimiento.
¿Qué día
dejó de haber estudiantes para haber alumnos? Fue un cambio gradual, sin prisa
pero sin pausa, que nos ha conducido a este “mundo feliz”, cuando la primera
palabra ha sido desterrada del vocabulario y, con ella, el glamour, la
singularidad, la aventura, la fascinación de estudiar, trucada ahora por un
obtuso y pegajoso paternalismo que insiste en el enseñar, jamás en el estudiar.
¿Qué país puede progresar
teniendo alumnos en lugar de estudiantes? No es extraño que España esté como
está. Las palabras no son inocentes y traslucen la psique de una sociedad. Un
país subsidiado, impotente, gregario, que ha renunciado a marcar su rumbo,
tiene alumnos, no estudiantes.
El
prestigio de estudiar era tan grande en tiempos de mi formación que hasta los
profesores nos llamaban así, estudiantes, y se referían a su alumnado en
general como “los estudiantes”. Una aureola heroica flotaba sobre nosotros. Éramos
los pioneros, los temerarios, los audaces de un mundo nuevo. Como si hubieran
puesto en nuestras manos el destino y de nuestro trabajo activo dependiera el
bienestar de todos. Era una alta responsabilidad cuyas expectativas sentíamos
la obligación de colmar.
Hoy el
alumno es un ser inerme que pone sus expectativas en el profesor. Es éste el
que tiene que ser temerario, pionero, audaz, aunque dentro de un orden, constreñido
siempre por unos límites gregarios a los que tutela celosamente una cretina
burocracia. Si el “alumno” no sabe algo es que no se lo han enseñado y, si
tiene interés en algo, jamás investiga por su cuenta, sino que espera a que su
profesor lo haga. Y si no, lo critica impúdicamente. Para el estudiante, sin
embargo, no existe un mal maestro, porque lo utiliza como orientador y jamás
delega su aprendizaje en él.
La diferencia entre un estudiante
y un alumno resulta tan abismal que es semejante a la que existe entre el
aventurero y el turista. El motor de una sociedad es siempre el aventurero, es
decir, el estudiante. El alumno (o el turista) es sumiso y hoya los caminos
trillados, ésos que anclan la miserable y pobre España de nuestros días.
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 10 de septiembre, 2013
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