«Los
insultos sólo hacen mella en quien los profiere»
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En esta calle de Armilla no hay un túnel del tiempo, sino que permanece el tiempo del túnel, el mismo en el que duerme España
El tiempo del túnel
“Gilipollas, ¿qué has hecho?”, me grita el tipo saliendo
airado del coche. Va repeinado, con una cazadora de cuero y gafas de sol.
Estamos en la calle San Antón de Armilla, en la confluencia con la calle
Almería. Debía girar a la izquierda, pero está prohibido. Me quedo anclado en
mitad de la vía, interrumpiendo la circulación, y necesito recular para tomar
el sentido correcto. Pero tengo pegado un vehículo detrás. Le hago señas para
que retroceda unos centímetros y me permita hacer la maniobra, pero permanece
anclado como una apisonadora. Procuro apurar el espacio que tengo, con la mala
fortuna de que impacto ligeramente con su parachoques. El conductor se planta
enloquecido ante mi ventanilla. “¿Y ahora qué hacemos, imbécil?”. “El seguro”,
le respondo con tranquilidad. En esto, se abre la portezuela derecha y emerge
una pizpireta amazona. “¡Lo sabía, tiene cara de gilipollas!”, lanza a los
cuatro vientos, como si hablara con los dioses.
¿2012 o posguerra? Están todos los
elementos para una trifulca castiza. Yo ahora debería salir del coche a
partirme la cara con el tipo. Mientras tanto, su novia gritaría, me vejaría, me
daría golpes por la espalda. Entonces saldría mi mujer, que me acompaña, y se
agarraría de los pelos con ella. Puñetazos entre nosotros. Tarascadas,
arañazos, bocados, tirones, entre ellas. El espectáculo servido. ¿Cuántas veces
no lo he contemplado en mi niñez?
España duerme en su barbarie. Es
la educación lo que define el nivel de un país. Si un trivial impacto produce
un altercado así, ¿qué no serán otras cosas? Los exabruptos, los golpes, las
barras de hierro, las puñaladas, siguen siendo la solución de los problemas.
¡Con lo fácil que es pedir perdón y tomar los datos del seguro! Nuestro
progreso ha sido aparente.
Me niego a colaborar. Hace mucho
tiempo que he aprendido que los insultos sólo hacen mella en el que los
profiere. Tampoco me siento obligado a cumplir el guion machista de encararme
con quien intenta ofenderme. Permanezco flemático, como si este par de lolailos
estuvieran exorcizando a otra persona, no a mí.
Por fin, tras un concienzudo
examen de la parte baja de su capot, el tipo se levanta, se allega de nuevo a
mi ventanilla y me grita en tono perdonavidas: “¡Anda, anda, echa a andar!”. O
sea, que el impacto no ha producido siquiera un arañazo. “Tira para atrás, por
favor”, le pido una vez más. Pero eso es demasiado. ¡Él recular! ¡Jamás! ¡Eso
no es de tíos! Ahora yo debería llenarlo de improperios por su obstinación. ¡Uf,
paso! Opto por tomar la dirección prohibida. Menos mal que a unos metros hay
una plaza y puedo girar.
Me froto los ojos. Podría haber sido
abducido por un túnel del tiempo, pero ha sido el tiempo del túnel el que ha
aducido a España. La España imperecedera. ¿Presente? ¿Posguerra? Tanto monta,
monta tanto.
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes 3 de abril, 2012
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