«Mientras
el espíritu de campanario busca el orden, el genio busca el Desorden»
Quemar la casa
Allá a donde veas un hombre verdadero, no te quepa la menor
duda: su casa ha ardido varias veces. En unas ocasiones, la ha incendiado el
destino; en otras, él mismo. Ese hombre ha abandonado su patria, o ha perdido a
sus amigos, a su familia, o ha pasado de una lengua a otra, o se ha visto en la
ruina, o ha estado en la cárcel… Lo pienso mientras escucho en el teatro Valle-Inclán,
del Centro Dramático Nacional, a Eugenio Barba, que ha incinerado tantas casas
que incluso ha titulado así, “Quemar la casa”, el libro que Carlos Gil Zamora
le ha editado en Artezblai.
Con apenas 18 años, abandonó su
Italia natal y se fue a Noruega, donde trabajó como soldador y marinero. En
1962, se estableció en Varsovia para estudiar teatro, donde fue discípulo y
amigo de Grotowski. En 1963, se marchó a la India. Un año más tarde, fundó en
Oslo el Odin Teatret, que luego desarraigó para trasladarlo a Dinamarca… Nuevos
lugares, nuevas personas, nuevas lenguas. ¿Cuántas veces no ha prendido este hombre
fuego a su vida? Por eso ha escrito un manual de incendios. En sus páginas,
postula el Desorden, así, con mayúscula: trastocarlo todo, desestabilizarlo,
conmoverlo, tanto en la escena como en la mente. Porque la costumbre es un lodo
que te sepulta. ¡Enfant terrible! He aquí la marca del espíritu universal.
Mientras el hombre de campanario busca el orden, el genio busca el Desorden.
Mientras el pequeño burgués mima su casa, el genio la quema.
Los grandes espíritus han surgido
de las diásporas, de los naufragios, de los terremotos, de los incendios.
Quiero comprobarlo y me voy al teatro de La Abadía, que pone una obra dirigida
por Barba, “La vida crónica”. ¡Sorpresa! El mismo Barba recibe uno por uno a
los espectadores. Y los acomoda. Durante la función, está sentado junto a ellos.
Cuando acaba el espectáculo, se halla en la salida, atento, curioso, escrutándolos
y despidiéndolos como un sacerdote tras la misa dominical. Barba es creador,
director, acomodador, relaciones públicas… ¡Qué diferencia con los estirados
tipos provincianos, llenos de ínfulas, de desdén, de superioridad!
En la representación, los
personajes yerran, lloran, aman, ríen y arden, pero el resultado no es la
destrucción, sino la belleza plena, una belleza cuya vista tienen vedada las gentes
de orden. En lo que a mí respecta, todo lo que soy se lo debo a los incendios,
que han consumido en mí cuanto no era real. Por eso reconozco a los ligeros de
equipaje. El de Eugenio Barba es tan sutil que transpira una resplandeciente y
cegadora libertad. Son 76 años, pero tú ves a un niño. No a un Peter Pan, sino
al Puer Aeternus que surge de las llamas, aquel que sólo puede ascender cuando
se quema la casa y no hay ataduras que cercenen la dicha de ser.
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 29 de mayo, 2012