«Perdemos
cobertura mientras se abre ante nosotros el paisaje más intenso y arrebatador
que podamos imaginar»
Uno de los muchos saltos y cascadas que jalonan el curso del río Cebollón (Fornes, Granada) Foto: Paula Cuevas |
Belleza difícil
Estamos rodeados de belleza, surge en cada lugar y en
cualquier instante, un olor, una figura, una sombra, un efecto de luz, un
rostro, un cuerpo joven o anciano… Sin embargo, penetrar en el corazón de la
belleza es difícil y no le es dado a cualquiera. Hay quienes, para conseguirlo,
eligen la erudición, alejándose así no sólo de la belleza difícil, sino también
de la fácil. Otros optan por meditar, pero sólo llegan a la belleza quienes
alcanzan el satori, lo que tampoco es fácil, por lo que la mayoría se contenta
con patrañas, alejándose por lo falso de la belleza, que es la verdad.
Para mí, el mejor camino es el de
la naturaleza, que no es ese camino masificado de turistas, ruidos,
comodidades, playas con sombrillas, no, sino el camino que se aleja de los
hombres, de la civilización, un camino inextricable, sin señalizaciones, sin
cobertura, donde, si te pierdes, te pierdes, y si llegas, has llegado por ti
mismo. En este camino, riesgo y éxito van parejos, luego el más pequeño paso está
nimbado de belleza.
Yo estuve en el corazón de la
belleza el pasado viernes. Una hora de automóvil desde Granada nos deja en el centro
de Información de la Resinera, en Fornes. A partir de aquí, sólo los pies y la
intuición. Son las 8:30 de la mañana cuando iniciamos el camino con los macutos
cargados y las botas de siete leguas. Cruzamos el río Cacín y los prados de
Tito, desayunamos en la fuente del Berro, continuamos hasta toparnos con el río
Cebollón, donde cambiamos las botas por sandalias de agua. Y ascensión por el río.
Inmediatamente perdemos cobertura mientras se abre ante nosotros el paisaje más
intenso y arrebatador que podamos imaginar. Allegro vivace del agua, saltos,
pozas, cascadas, meandros y riachuelos entre una selvática vegetación: zarzas,
carrizales, coníferas, bosques de helechos, quejigos… Chapuzones periódicos.
Ropas fuera y agua hasta los tuétanos, fresca, cristalina. Naturaleza en estado
salvaje. En un recodo, se nos cruza una víbora con la fantástica geometría
nazarí de su piel. Más adelante, una dúctil culebra atrapa un sapo, navega con
él unos metros, gana la orilla y se lo traga lentamente. En otro meandro, pasta
un ciervo. A unos metros, trota hacia el monte una manada de cabras monteses.
Descansamos junto a una gran
poza, nos volvemos a bañar, almorzamos, echamos despreocupadamente una siesta.
Y vuelta a seguir. Cuando llegamos a la catarata de la Monticana, nuevo cambio
de botas para regresar por un largo, empinado y sinuoso sendero hasta la
Trinchera, y, luego, bajar y bajar y bajar... No sabemos cuántas horas han
transcurrido. El día es largo, intenso, macizo, como si atesorara varios años, pero
de pronto se hace de noche y hay una luna plena y surreal que nos alumbra como
un sol. En la parte opuesta, las estrellas destellan con inusitada potencia.
Seguimos andando enteros, sin cansancio, porque no hay mejor estimulante que la
belleza, de ahí que sus posesos no coman ni duerman.
A las 23:30, con la noche cerrada,
alcanzamos nuevamente el centro de la Resinera. ¡Ni una sola persona en los
casi 30 kilómetros de marcha! Como si fuéramos el primer hombre y la primera
mujer sobre la Tierra. Estamos embriagados de belleza. Hemos llegado por lo
difícil a su corazón.
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 12 de agosto, 2014
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