«Impresionante
esta colección de retratos de escritores españoles desde el Romanticismo hasta
1914»
José Zorrilla (primero por la derecha) en el Patio de los Leones de la Alhambra, con motivo de los actos de su coronación como "poeta nacional" en junio de 1889
Foto: Colección Isabel Cagigas
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Letras con rostro
¡Están ahí, existen, son reales! La historia viviente de
la literatura me embarga. Observo los numerosos daguerrotipos de Pedro Antonio
de Alarcón, que parece de todo menos un escritor, con su rostro ceñudo, su
mirada lunática, su expresión obstinada, terca, inamovible, un hombre de las
cavernas erróneamente desplazado al mundo moderno. Contemplo a Zorrilla en
pleno corazón de la Alhambra, en el Patio de los Leones, en los días de su
mítica coronación en junio de 1889 como poeta oficial de las Españas. ¡Qué
bajito era! Pertrechado de chistera y levita, cruza desdeñosamente la pierna
derecha sobre la izquierda, se apoya a la
espalda sobre un bastón y disimula mal una mueca de hastío por los numerosos
actos a los que debe someterse para llenar con algunas monedas su maltrecho
peculio.
¡Sí, lo que estudiamos, lo que
leímos, lo que escuchamos es real, aparece en los telediarios de la época,
retratado por los cameramen de la época, aquellos pioneros que comenzaron a
inmortalizar el tiempo en sus placas de cobre plateado, tal vez la más perfecta
fotografía que se haya logrado jamás! Recorro la exposición “El rostro de las
letras”, en la Sala Alcalá 31 de Madrid, una impresionante colección de
retratos de escritores españoles desde el Romanticismo hasta 1914. Conforme me
adentro en las galerías, el tiempo se transforma, comienzo a vivir lo que
vivieron aquellas personas privilegiadas por el talento pero atormentadas precisamente
por él, ya que nada más terrible que la clarividencia cuando se vive en un país
que, según Valle-Inclán, es una caricatura de la civilización occidental. Un
Valle-Inclán que se asoma también a las paredes de la muestra, menudo, un frágil
armazón de huesos, de mirada hipnótica, capaz de transformar la realidad como
un mago y hasta de enfrentarla como un David. Está también Bécquer, en varias
poses, contradiciendo el manido retrato que reproducen los manuales, un hombre
bien parecido, serio, abismado, de una hidalga dignidad, y también de una sensibilidad
que sólo podía herirle en tan rudo país. Está Rosalía de Castro, volátil,
encantadora, fresca como una dríada surgiendo del bosque. Y Pardo Bazán,
inmensa, foquil, obcecada, tiránica, “ególatra”, como la tildó Alberto Insúa.
Pero si entre tantos y tantos
retratos destaca la belleza de alguien, es la de Alejandro Sawa. ¡Qué poco
exageró Valle al describirlo en “Luces de Bohemia”! Desde su juventud (en
Granada hizo un curso de Derecho), efebo disfrazado de sileno, hasta su
madurez, con las guedejas alborotadas cayéndole a los lados, su nariz clásica,
su ancha frente, y sus eternos bigote y perilla. Hay en sus ojos ciegos una
niebla, un sueño que taladran el mundo para vislumbrar el extremo escondido de
la realidad.
Merece la pena hacer un viaje a
Madrid nada más que para contemplar esta exposición. La fotografía no sólo
congela la imagen; congela también el tiempo, las ideas, las vivencias, que
luego se licúan misteriosamente ante el espectador. Pasearse por esta muestra
es sumergirse en el tiempo y la creatividad de varias generaciones de españoles,
y constituye, por lo demás, una de las mejores lecciones que un profesor pueda impartir
a sus alumnos. Quien traspase la puerta que se abre en esta madrileña calle de
Alcalá, ya nunca podrá soslayar el alma de los retratados y buscará
ansiosamente sus obras para seguir en su compañía.
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 21 de octubre, 2014
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