«Me
sorprende la capacidad de utilizar los hechos adversos como pértigas para ser
mejor»
Niño sufridor, adulto resiliente |
Resilientes
Ha encontrado a su padre tras veinte años sin verlo. Viene
tajado por la vida. Lo miras a la cara y ves en él la dureza, la dificultad, el
desengaño y la rabia. Es joven, pero parece mayor, no por el físico, sino por
el alma. Ayer estuve comiendo con él, y me inspiró simpatía y una inmensa
ternura. El padre me enseñó una foto de cuando era niño, y el alma se me hizo
trizas. ¡Qué diferencia! Entonces tenía aún confianza en la vida. Ahora sólo
tiene confianza en sí mismo.
Se está haciendo una casa en
Monachil, junto a la de su padre, y trabaja a destajo, sin parar, preciso,
implacable, como si danzase, como si con el movimiento y la actividad, diera
salida al sufrimiento acumulado. Está firme, determinado, constante, lleno de
pasión, porque es quizá una de las pocas veces en su vida que recibe un regalo.
Me sorprende la capacidad de superación
del ser humano, el estar por encima de las circunstancias, allanarlas,
vencerlas; la potestad de usar los hechos adversos como pértigas, como
oportunidades para ser mejor. A este poder, lo llaman resiliencia. ¡Voto a bríos que este chico es resiliente!
Pedí con todas mis fuerzas que saliera exitoso de su empeño; que quemara el
rencor y la rabia y que volviera a emerger el hermoso niño que una vez fue.
En la despedida, nos dimos un
abrazo. ¡Y sentí que era genuino! Extraña paradoja de la vida que hace blandos,
mentirosos, a quienes mima, y contundentes, veraces, a quienes castiga. Por mí,
sólo estaría rodeado de resilientes. Su madurez, su perspectiva, su valentía,
su solidaridad, los hacen dignos de confianza. Los resilientes te dicen cosas
como “hace tiempo que decidí no culpar a nadie por lo que me sucede”. Lo
contrario de lo que predica la sociedad, para la cual son siempre los demás los
responsables de nuestras desgracias. Por eso vivimos en la sociedad de la
moralina, el victimismo, la denuncia y la enfermedad. Cuanta más culpa esparces
y de más enfermedades alardeas, más respetado eres.
El resiliente sabe que esto no es
verdad. El resiliente ha aprendido que cuanto te ocurre, proviene de ti mismo.
¿Culpable entonces el padre? ¡No, no, no! ¿El hijo? ¡No, no, no! Ninguno es
culpable del sufrimiento del otro. No son víctimas ni verdugos. Ambos son
inocentes. El resiliente conduce el timón y no culpa ni a las olas ni al aire
ni a la brújula del rumbo de su nave. Navega lo mejor que puede, sorteando la
tempestad o aprovechando la calma, para llegar a buen puerto. Toparse con un
resiliente es ser ungido por el destino. Es una inyección de fuerza, un
prodigioso ejemplo de que no somos esclavos de los genes ni del azar. Es la constatación
de que manejamos los hilos de nuestra vida, de que el mundo no puede sino
plegarse ante nosotros.
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 13 de marzo, 2012
bonito relato
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