«¡Calzonazos,
si eres nuestro padre, danos dinero!»
Algunas de las bellas durmientes de un pequeño país al que llamaban España (foto procedente de dibujosinfantiles.org) |
Las bellas durmientes
Érase una vez diecisiete hermanas, las más bellas de un
pequeño país al que llamaban España, que formaba parte de otro grande denominado
Unión. En su centro, residía Merkel, una benefactora hada madrina que, con su varita
mágica, había contribuido a la belleza de las hermanas.
Mimadas, consentidas, las chicas
se compraban cada día ricos vestidos y ampulosas joyas, contrataban sirvientes,
construían palacios, dictaban rijosas leyes, se inventaban ilustres pasados y
abolengos, y rescribían la historia y la educación a mayor gloria suya. Se
infatuaron tanto que la fraternidad entre ellas se volvió envidia, y la
envidia, victimismo. “¡Yo soy la más bella de España!”, proclamaba una que
vivía el en este. “¿Por qué me ofendes? ¡La más bella soy yo!”, clamaba otra desde
el sur. “¡Estáis contra mí, hatajo de piojosas! ¡Yo soy la primogénita y por
tanto la más bella!”, reivindicaba otra desde el norte. Y todas pretendían que
el hada madrina las favoreciera sobre las demás.
Mientras más contendían, más
esquilmaban a sus vasallos. ¡Si al menos hubieran tenido un buen padre! Pero el
padre las temía y no osaba impetrar el amor que se debían las unas a las otras,
y todas, a él. Podía incluso dictar normas y, al menos, habría podido imponer que
no se sangrara a los siervos, o que se suprimieran los fastuosos cortejos, o que
se acabasen las galas, pero cada vez que lo intentaba, las diecisiete zanjaban temporalmente
sus rencillas y se unían belicosas contra él. “¿Qué te has creído, desgraciado?
¡Somos mayores de edad! ¡Te degradamos a padre putativo, así que no te debemos
amor!”.
La falta de autoridad más la
desmedida ambición, provocaron la penuria del chiquitito país. Pero las hijas siguieron
exprimiendo a sus siervos, aunque en lugar de monedas obtenían ahora sangre
sudor y lágrimas. ¡Menos mal que quedaba el hada madrina! Las peticiones se
hicieron cada vez más frecuentes e imperiosas. “¡Lléname el arca para pagar a
mis prosélitos!”, rogaba una. “¡Dinero para que mis voceros sigan loándome!”, reclamaba
otra. Y así las demás.
Pero ¡ay! el hada obtenía sus
regalos de la Unión. Y el bocado era cada vez más grande. Y se cansó. “¡No hay
más dones!”, proclamó tajante. “¡Trabajad vosotras!”. Los insultos no se
hicieron esperar: “¡No eres un hada, sino una madrastra!”. “Arpía, ¡quieres
nuestra ruina!”. Enloquecidas, incapaces de mantener su tren de vida, se
rebelaron también contra el padre: “¡Calzonazos, si eres nuestro padre, danos
dinero!”. Con una mano, pedían y, con la otra, afilaban la daga para degollarlo.
El parricidio sumió al país en la
catalepsia. Latentes en su urna de cristal, las hermanas aguardaban ahora el
beso del príncipe encantado. ¡Él las despertaría! Pero el príncipe, que conocía
su mendacidad, se fue a vivir a la Unión con el hada madrina. Y, perdida toda
esperanza, el enano país se quedó eternamente anclado en el sopor.
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 21 de agosto, 2012