«¡Perdón,
perdón, perdón!»
Perversos tábanos del destino (foto: ComunidadRiosySenderos.com) |
El secreto
Debo revelar un secreto. Me he contenido, he pensado mil
veces en ocultarlo, me he engañado deseando que no fuera realidad, ¡pero ya no cabe
duda! Cuando intervengo en un acto, imparto una conferencia, participo en un
debate, horas antes una parte de mis amigos comienza a tener problemas. Los
días anteriores están todos bien, satisfechos, felices, pero la víspera, imprevistas
dificultades se ciernen sobre ellos. Éste tiene que llevar a su hija al
hospital. Aquél se ha resfriado. El que iba a venir seguro tiene que acostarse
pronto porque, a la madrugada, emprende un repentino e ingrato viaje. A éste le
han fijado una importante reunión. Al otro le aprieta la ciática.
Así que cuando se me aproxima una
intervención literaria, me cubro de ceniza, me prosterno y me pongo a clamar:
“¡Dios mío, que no le ocurra nada a nadie a causa de mi conferencia!”. Pero los
hados son irremisibles: en la inminencia del acto, comienzan a ocurrir reveses,
que me desgranan en sentidos correos electrónicos, en inquietas llamadas
telefónicas, en mensajes colgados con lágrimas en el Muro de Facebook, en disculpas
transmitidas a través de los hipidos de un amigo de un amigo…
Al comienzo de mi vida mundana,
creí que se trataba de casualidades. ¡Ahora sé que no! Es un hecho constatado: ante
cualquier sarao, un diez por ciento de los compis es aguijoneado por los
traviesos tábanos del destino. ¡Terrible! Lo que no sé aún y espero saber en alguna
ocasión es qué perversa urdimbre une las intervenciones públicas con tan taimadas
incidencias. ¡Pobres amigos! Como los quiero incondicionalmente, he restringido
mis actos al máximo. ¡Así los preservo!
Lástima que, a pesar de todo, no
pueda evitar la celebración de algún que otro evento, fundamentalmente de aquellos
que están remunerados. ¡De algo tendrá uno que vivir! ¿no? Claro que tal vez los
compis podrían hacer una suscripción para sufragar esas cantidades, de modo que
yo no tuviera que participar en nada, y así nunca les ocurriría nada: el abuelo
no enfermaría, a la suegra no le daría un cólico, no perderían su email, el
ordenador o el teléfono no les dejarían de funcionar, el cartero no extraviaría
el correo, no se equivocarían de día, su memoria no amagaría el Alzheimer… Pero
no me atrevo a decírselo. A lo mejor se creen que no quiero trabajar.
Incapaz de sobrellevar tan pesado
fardo, confieso públicamente mis culpas, las cuales he ocultado con angustia
durante muchísimos años. ¡Perdón, perdón, perdón! Ojalá mi confesión me exonere
de los legítimos reproches. Aunque ya estoy temblando. El 28 tengo otro acto, y
no asistir sería hacerle un feo a Irina Zhukouskaya, que presenta en la Casa con
Libros los poemas que me ha traducido al ruso. ¿A quiénes putearán esta vez los
perversos geniecillos? Enciendo una vela a las ánimas benditas. ¡Proteged a la
basca, por favor!
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 18 de septiembre, 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comenta este texto