«La
ebriedad, aunque también sagrada, no tiene el punto visionario de la absenta»
Copa de ajenjo con el azucarillo arriba presto a iniciar el rito de verter agua helada Foto: Para colores, 32 bits |
Ajenjo
Lo llamaban el “mar glauco” por su color verde irisado, océano
ágata en copa larga sobre cuyo borde se ponía un colador con azucarillo por
donde se vertía agua helada. Era el ajenjo, la absinthe o absenta, un rito que se mantuvo hasta que sospecharon que
el tragicómico “mal du siècle” provenía de sus alucinógenos efectos.
La bebida verde fue el filtro portentoso
en torno al cual confraternizaron los intelectuales y bohemios de Europa desde
mediados del XIX hasta 1920, cuando la prohibición se abrió paso. Sin el ajenjo
no habrían existido ni un Baudelaire ni un Rimbaud ni un Verlaine ni en España
Valle-Inclán habría perdido su brazo ni repartido genialidades y exabruptos por
los cafés ni Cansinos Assens podría haber descrito aquellas fascinantes
madrugadas madrileñas cuando la Puerta del Sol se multiplicaba en diez mil
ágoras atenienses y las casas aledañas se convertían en templos de solícitas
hetairas. Desapareció el ajenjo y los escritores y artistas lo sustituyeron por
vino y licores y se hicieron más comedidos, más racionales, porque la ebriedad,
aunque también sagrada, no tiene el punto visionario de la absenta.
La borrachera te hace locuaz,
solidario, brillante, pero te deja sin sentir el soplo divino o el ábrego
maléfico. A mí me habría gustado pertenecer a la generación del ajenjo, y casi la
alcancé al vivir intensamente la Movida Madrileña, pero allí la absenta sonaba
a pijada y el ajenjo a pueblerino, y lo que molaban era la nieve o el caballo,
aunque yo tuve la precaución de no esquiar ni montar, y así pude transterrarme
indemne a una Granada de la que recuerdo noches entusiastas, llenas de
inteligencia y camaradería, de chascarrillos, de anécdotas castizas, de risas,
de grandes y acertadas reflexiones, con Enrique Morón, Fernando de Villena,
Juan J. León, Ángel Moyano… Los bares eran el aula y, cuando tras cada copa
apurada sonaba el timbre, íbamos a otro y a otro y a otro, y la noche era la
Universidad y el conocimiento y la creación. Pero faltaba la divina locura.
Al regresar a Madrid, he vuelto a
esa Universidad con Pepe Esteban, Carlos Álvarez, Raúl Guerra Garrido, Raúl
Peña… ahora al mediodía y en largas tardes que se empalman con las noches,
horas en que se abren dóciles las bibliotecas del mundo y la vida literaria
española de los últimos cien años. Pero falta también la divina locura.
Por desgracia, en la nueva
generación no hay siquiera ebriedad, pues bebe agua mineral, y la literatura ha
pasado a ser un asunto de mercado. ¡El aura del arte volatilizada! Sin embargo
la absenta vuelve a ser legal en Estados Unidos y también en Europa, lo que, como
nada es gratuito y todo simbólico, hace vislumbrar la emergencia de un nuevo
arte, un arte con un ápice de arrebato otra vez, un arrebato cervantino que no
es sino audacia y clarividencia, la locura que lleva a romper los límites y
caer a los abismos sin los cuales todo es edulcorado, la demencia que conecta
con la sinrazón del Universo, cuya parte cuerda o visible es sólo un diez por
ciento… El arte de los escritores mercachifles está pues presto a eclipsarse
por ramplón, por acomodaticio, por su racionalidad plana y sus piadosas
intenciones. Llega de nuevo el ajenjo. ¡El riesgo y la profundidad se aprestan
a resucitar!
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 28 de octubre, 2014