martes, 28 de octubre de 2014

AJENJO

«La ebriedad, aunque también sagrada, no tiene el punto visionario de la absenta» 

Copa de ajenjo con el azucarillo arriba presto a iniciar el rito de verter agua helada
Foto: Para colores, 32 bits 

Ajenjo

Lo llamaban el “mar glauco” por su color verde irisado, océano ágata en copa larga sobre cuyo borde se ponía un colador con azucarillo por donde se vertía agua helada. Era el ajenjo, la absinthe o absenta, un  rito que se mantuvo hasta que sospecharon que el tragicómico “mal du siècle” provenía de sus alucinógenos efectos.
La bebida verde fue el filtro portentoso en torno al cual confraternizaron los intelectuales y bohemios de Europa desde mediados del XIX hasta 1920, cuando la prohibición se abrió paso. Sin el ajenjo no habrían existido ni un Baudelaire ni un Rimbaud ni un Verlaine ni en España Valle-Inclán habría perdido su brazo ni repartido genialidades y exabruptos por los cafés ni Cansinos Assens podría haber descrito aquellas fascinantes madrugadas madrileñas cuando la Puerta del Sol se multiplicaba en diez mil ágoras atenienses y las casas aledañas se convertían en templos de solícitas hetairas. Desapareció el ajenjo y los escritores y artistas lo sustituyeron por vino y licores y se hicieron más comedidos, más racionales, porque la ebriedad, aunque también sagrada, no tiene el punto visionario de la absenta.
La borrachera te hace locuaz, solidario, brillante, pero te deja sin sentir el soplo divino o el ábrego maléfico. A mí me habría gustado pertenecer a la generación del ajenjo, y casi la alcancé al vivir intensamente la Movida Madrileña, pero allí la absenta sonaba a pijada y el ajenjo a pueblerino, y lo que molaban era la nieve o el caballo, aunque yo tuve la precaución de no esquiar ni montar, y así pude transterrarme indemne a una Granada de la que recuerdo noches entusiastas, llenas de inteligencia y camaradería, de chascarrillos, de anécdotas castizas, de risas, de grandes y acertadas reflexiones, con Enrique Morón, Fernando de Villena, Juan J. León, Ángel Moyano… Los bares eran el aula y, cuando tras cada copa apurada sonaba el timbre, íbamos a otro y a otro y a otro, y la noche era la Universidad y el conocimiento y la creación. Pero faltaba la divina locura.
Al regresar a Madrid, he vuelto a esa Universidad con Pepe Esteban, Carlos Álvarez, Raúl Guerra Garrido, Raúl Peña… ahora al mediodía y en largas tardes que se empalman con las noches, horas en que se abren dóciles las bibliotecas del mundo y la vida literaria española de los últimos cien años. Pero falta también la divina locura.
Por desgracia, en la nueva generación no hay siquiera ebriedad, pues bebe agua mineral, y la literatura ha pasado a ser un asunto de mercado. ¡El aura del arte volatilizada! Sin embargo la absenta vuelve a ser legal en Estados Unidos y también en Europa, lo que, como nada es gratuito y todo simbólico, hace vislumbrar la emergencia de un nuevo arte, un arte con un ápice de arrebato otra vez, un arrebato cervantino que no es sino audacia y clarividencia, la locura que lleva a romper los límites y caer a los abismos sin los cuales todo es edulcorado, la demencia que conecta con la sinrazón del Universo, cuya parte cuerda o visible es sólo un diez por ciento… El arte de los escritores mercachifles está pues presto a eclipsarse por ramplón, por acomodaticio, por su racionalidad plana y sus piadosas intenciones. Llega de nuevo el ajenjo. ¡El riesgo y la profundidad se aprestan a resucitar!

GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 28 de octubre, 2014

martes, 21 de octubre de 2014

LETRAS CON ROSTRO

«Impresionante esta colección de retratos de escritores españoles desde el Romanticismo hasta 1914» 

José Zorrilla (primero por la derecha) en el Patio de los Leones de la Alhambra, con motivo de los actos de su coronación como "poeta nacional" en junio de 1889 
Foto: Colección Isabel Cagigas 

Letras con rostro

¡Están ahí, existen, son reales! La historia viviente de la literatura me embarga. Observo los numerosos daguerrotipos de Pedro Antonio de Alarcón, que parece de todo menos un escritor, con su rostro ceñudo, su mirada lunática, su expresión obstinada, terca, inamovible, un hombre de las cavernas erróneamente desplazado al mundo moderno. Contemplo a Zorrilla en pleno corazón de la Alhambra, en el Patio de los Leones, en los días de su mítica coronación en junio de 1889 como poeta oficial de las Españas. ¡Qué bajito era! Pertrechado de chistera y levita, cruza desdeñosamente la pierna derecha sobre la izquierda, se apoya  a la espalda sobre un bastón y disimula mal una mueca de hastío por los numerosos actos a los que debe someterse para llenar con algunas monedas su maltrecho peculio.
¡Sí, lo que estudiamos, lo que leímos, lo que escuchamos es real, aparece en los telediarios de la época, retratado por los cameramen de la época, aquellos pioneros que comenzaron a inmortalizar el tiempo en sus placas de cobre plateado, tal vez la más perfecta fotografía que se haya logrado jamás! Recorro la exposición “El rostro de las letras”, en la Sala Alcalá 31 de Madrid, una impresionante colección de retratos de escritores españoles desde el Romanticismo hasta 1914. Conforme me adentro en las galerías, el tiempo se transforma, comienzo a vivir lo que vivieron aquellas personas privilegiadas por el talento pero atormentadas precisamente por él, ya que nada más terrible que la clarividencia cuando se vive en un país que, según Valle-Inclán, es una caricatura de la civilización occidental. Un Valle-Inclán que se asoma también a las paredes de la muestra, menudo, un frágil armazón de huesos, de mirada hipnótica, capaz de transformar la realidad como un mago y hasta de enfrentarla como un David. Está también Bécquer, en varias poses, contradiciendo el manido retrato que reproducen los manuales, un hombre bien parecido, serio, abismado, de una hidalga dignidad, y también de una sensibilidad que sólo podía herirle en tan rudo país. Está Rosalía de Castro, volátil, encantadora, fresca como una dríada surgiendo del bosque. Y Pardo Bazán, inmensa, foquil, obcecada, tiránica, “ególatra”, como la tildó Alberto Insúa.
Pero si entre tantos y tantos retratos destaca la belleza de alguien, es la de Alejandro Sawa. ¡Qué poco exageró Valle al describirlo en “Luces de Bohemia”! Desde su juventud (en Granada hizo un curso de Derecho), efebo disfrazado de sileno, hasta su madurez, con las guedejas alborotadas cayéndole a los lados, su nariz clásica, su ancha frente, y sus eternos bigote y perilla. Hay en sus ojos ciegos una niebla, un sueño que taladran el mundo para vislumbrar el extremo escondido de la realidad.
Merece la pena hacer un viaje a Madrid nada más que para contemplar esta exposición. La fotografía no sólo congela la imagen; congela también el tiempo, las ideas, las vivencias, que luego se licúan misteriosamente ante el espectador. Pasearse por esta muestra es sumergirse en el tiempo y la creatividad de varias generaciones de españoles, y constituye, por lo demás, una de las mejores lecciones que un profesor pueda impartir a sus alumnos. Quien traspase la puerta que se abre en esta madrileña calle de Alcalá, ya nunca podrá soslayar el alma de los retratados y buscará ansiosamente sus obras para seguir en su compañía.

GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 21 de octubre, 2014

martes, 14 de octubre de 2014

LIBERTAD

«Yo habría preferido una infancia con medios precarios y malos padres a una infancia en un hogar de acogida» 

Niños pobres, pero libres y felices
Foto: Educación Global para una Nueva Humanidad

Libertad 

Hasta en los niños la libertad es un impulso irrefrenable. Se escapan los adultos vigilados, detenidos, encarcelados… pero también se escapan los niños, como ha ocurrido hace una semana en el centro Bermúdez de Castro de Granada: cuatro niños de entre 10 y 14 años aprovecharon un descuido para salir por piernas y llegar dos días después a Iznalloz, a la casa de la madre de uno de ellos, a quien la Junta tiene retirada la custodia.
            ¡Qué aventura! Simpatizo con estos niños porque nada hay más terrible que las constricciones de un internado, nada más horrible que unas paredes que sólo pueden ser traspuestas con vigilancia y en grupo. Y no me cabe duda de que las instalaciones son magníficas y los cuidadores están entregados a los niños y hacen todo lo posible por su bienestar. ¡Pero un internado es un internado! Esta pegajosa hiperprotección en que vivimos, que oculta demagogia, victimismo y legulitis, no entiende que, aunque una madre descuide o relaje sus obligaciones, sigue siendo una madre, y que, aunque su amor sea un pálido reflejo del amor materno, deslumbra cuando se le compara con el amor de un profesional.
            Olvidamos a menudo la resiliencia de los niños y que una infancia con escasez, penurias y hasta con padres deficientes puede dar adultos sólidos y más maduros que aquellos que han tenido infancias idílicas. Sin embargo, de muchos de estos centros de acogida salen a veces individuos frustrados, violentos, carentes de empatía, porque, a lo largo de la historia de la humanidad, siempre que el Estado ha hecho de padre ha fracasado. Cuantos intentos de colectivizar a los niños se han llevado a cabo, de inculcarles valores por la razón y no por la emoción o los afectos, han sido un desastre y han conllevado un sufrimiento que ha persistido en la vida adulta.
            Yo habría preferido una infancia con medios precarios y malos padres a una infancia en un hogar de protección de menores. Habría preferido mi libertad a las normas estrictas de un centro. Habría sentido más amor al escuchar mi nombre pronunciado un par de veces por mis padres que miles de loas y mimos de los educadores. Me habría solazado más el paisaje de una escombrera en libertad que el de la Alhambra en reclusión.
            Sintomático que no sepamos cómo transcurrieron los días de escapada de estos niños, qué hicieron, cómo se trasladaron de Granada a Calicasas, donde uno llamó por teléfono a su madre, y de aquí a Iznalloz, donde se les rompió el sueño ¡Prueba de que se teme la libertad! Bien por exceso, como esos padres que no sabiendo mantener la libertad de sus hijos la malogran en libertinaje y ellos mismos se hacen esclavos de él; o la sociedad hipócritamente pietista, que no sabiendo respetar la libertad de los padres, se apropia de sus hijos.
            Yo querría haber sido un niño y haber acompañado a estos cuatro fugitivos. ¿Qué decían? ¿Qué pensaban? ¿Por qué lo hicieron? Ya nunca lo sabremos porque, si los periodistas los entrevistaran ahora, ya estarían adoctrinados, ya habría versiones oficiales en sus bocas, ya no serían espontáneos ni naturales ni verdaderos. Pero no necesito que me cuenten nada. ¡Han escapado! ¡Tenían ansias de libertad! Y fueron pillados en la casa de la madre de uno de ellos. Más claro, agua.

GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 14 de octubre, 2014

martes, 7 de octubre de 2014

CALÍGULA

«Joaquín Vida torna hacia nosotros el siniestro espejo de Calígula» 

Javier Collado Goyanes interpreta a Calígula en el montaje y dirección de la genial obra de Camus por Joaquín Vida (web Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa

Calígula 

Mientras veo en el madrileño teatro Fernán Gómez la versión de Calígula que ha montado el veterano director granadino Joaquín Vida, no puedo evadirme de la España presente. Vida ha puesto en escena esta obra precisamente por ello. Y lo ha conseguido, encima sin saltarse una coma del genial texto de Camus. Tan genial que puede aplicarse a cualquier autócrata que ponga la razón por encima de las leyes. En nombre de esa razón, Franco se sublevó contra un gobierno legítimo. Fue la misma razón que llevó a tantos millones de personas a los hornos crematorios y a los Gulags. Insuflados de esa razón, Mas y Junqueras dinamitan España.
            Sigo la obra con angustia y, en el personaje de Calígula, veo por tanto a Artur Mas, y, en la corte de Calígula, a los corifeos de Artur Mas. Es legítimo que una sociedad quiera un referéndum, pero no es legítimo romper las leyes. Si se hace ahora, ¿por qué no hacerlo en el futuro siempre que haya un cambio de opinión? La desobediencia civil como ley.
Mas es Calígula invocando el poder de la razón sobre las leyes democráticas, rompiendo caprichosamente las leyes en nombre de su ideal cargado de razón,  alentando a todo un pueblo a la desobediencia y llevándolo directamente a la injusticia. Mas camina como Calígula hacia la tragedia y, conforme se aproxima, su razón se hace más jactanciosa, más mesiánica, más alejada de la realidad, por lo que los catalanes irán comprendiendo que esa repetida promesa de poseer la Luna es una quimera y que, en aras de su imposible consecución, perecerán todos. Y al igual que Calígula comienza a estorbar, Mas ha comenzado a estorbar a gran parte de su pueblo. ¡Él, que va directo a morir como el emperador romano! Escalofriante final en el que, tras haber recibido las puñaladas de sus cortesanos, Calígula exclama agonizante: “¡Todavía estoy vivo!”. Entre estertores, Mas dirá: “¡Todavía estoy vivo! ¡Luego sentencien lo que sentencien habrá referéndum”.
            Siguiendo su razón, Calígula agita, turba, juega y se sirve de los más hondos sentimientos de los ciudadanos. Lo mismo que ha hecho Mas al tornar un trozo de España modelo de convivencia y trabajo en una esquizofrénica babel. “No se puede dar marcha atrás. Hay que proseguir hasta que todo se haya consumado”, afirma sombrío Calígula. Mas podría repetir sus palabras. “Qué amargo es tener razón y tener que proseguir hasta el final”, vuelve a decir Calígula. No quedaría extraño en boca de Mas.
            Joaquín Vida ya estrenó la obra en Granada y otros puntos de España, pero no debería parar, su montaje debería verse una y otra vez, espejo que deja claro que cuando se invocan fuerzas superiores a las leyes democráticas, lo que hay a la salida es siempre una dictadura, el capricho elevado a razón, la genuflexión convertida en norma. De ahí que las palabras de Mas y Junqueras no sólo calquen a Calígula. Calcan los argumentos con que Franco justificó su deslealtad a la República.
            En las épocas de peligro y por los caminos más diversos, los creadores conjuran el futuro. Como ha hecho Joaquín Vida tornando hacia nosotros el siniestro espejo de Calígula. La independencia de Cataluña es legítima. Pero no lo es que Calígula nos estrangule con la soga de su razón.

GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 7 de octubre, 2014