«¡Noche
amada, pon hoy en mí aquella intensidad!»
Buda sabía muy bien que la iluminación no se puede alcanzar en la opulencia. La austeridad es la condición de toda plenitud (foto: Planeta Holístico) |
Oración de Navidad
Noche del 24 de diciembre, mañana del 25, sois como un
anzuelo que hace emerger de las aguas abisales otras horas idénticas a lo largo de mi
vida. Como los estratos geológicos, como las capas sucesivas de una ciudad, me
contenéis desde la niñez y todas las nochebuenas pasan hoy vertiginosamente
ante mí. ¡Qué feliz he sido! Pero he sido más feliz cuanto más pobre y
desarmado, y por eso, entre tantísimas noches parecidas, destellan deslumbrantes
algunas de mi niñez, cuando el magro sueldo paterno volvía extraordinarios un
Belén, un mantecado, un villancico, una rodaja de carne. ¡Inmerecidos regalos
del Universo!
La pobreza es la condición del
disfrute, la condición de la intensidad y también de la sabiduría. No en vano algunos
de los dioses más adorados de la humanidad han nacido entre lóbregas ruinas,
como el niño cuya venida celebra esta noche medio mundo; como Krisna, que sustrayéndose
a otra matanza de inocentes, nació en una prisión; como Sakyamuni, que huyendo
del lujo y de los placeres quiso convertirse en un hambriento asceta para
alcanzar la iluminación; como Mahoma, que trascendió los límites terrenos en
una recóndita cueva del monte Hira; como Mandela, que creció sobre sí mismo en
un inacabable presidio. La opulencia es una droga que turba los sentidos, que
estupidiza, que nos hace dormir en el deseo continuo, la ansiedad y la codicia,
hurtándonos la magia del mundo, su misterio, la visión de sus mecanismos
ocultos.
Noche amada, pon hoy en mí
aquella intensidad. Quiero una noche rotunda, tan plena que dure eternamente,
tan honda que vea cómo en cada ínfima cosa se agitan billones de partículas,
tan clarividente que me aperciba de que una mota de polvo contiene el universo,
tan invisible que pueda ver cómo mis pensamientos tocan a un niño de un poblado
de África, escuchan a un viejo en un suburbio de América, confortan a una mujer
en una aldea de la India.
Mágica noche, tráeme una mañana
nítida, cristalina, como si fuera la primera mañana del tiempo, como si nunca
antes se hubiera abierto la luz, haz que me maraville del milagro de un nuevo
día y que la magra cena de hace unas horas haga singular un almuerzo rodeado de
los seres queridos, los que se han ido, los que están, los que estarán. Haz que
las palabras, la conversación, las risas, las confidencias lo rieguen todo como
la más deliciosa de las salsas. Quiero que hasta los momentos tristes, las
quebrantadas historias, las amargas tragedias, sean vistos con belleza porque
son el único pasadizo hacia la plenitud.
Ubicua noche, incluso para un
agnóstico como yo, eres una noche crucial, porque constituyes el símbolo de que
quien no pasa por la penuria no ha sido alumbrado sino que permanece dormido en
el inconsciente y está por tanto vedado para la apoteosis. Por eso los dioses y
los grandes hombres han nacido entre escorias, huyendo de persecuciones y
matanzas. Extraño que el desamor visceral engendre en algunos seres un empático
amor hacia la humanidad.
Prodigiosa noche, que todo sea
visto hoy a través de ese amor. Si me concedes el regalo, un solo trozo de pan será
para mí el más maravilloso manjar. Lo demás te lo devuelvo. ¡Noche germinal, gracias
por acunarme en tu seno!
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 24 de diciembre, 2013
Bastante bueno
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