«¡Hacía
lustros que no veía la plenitud de una infancia sin codicia!»
Niños que siguen siendo niños (foto: CLADH) |
¡Cómo sonaban sus voces! Fue un regalo en el lugar más
impensable, en el autobús que partió hacia Granada desde la madrileña estación de
Méndez Álvaro a las 11:30 del pasado sábado, algo así como un arca de Noé donde
se concentraban todas las etnias del planeta y era difícil saber dónde te
encontrabas a no ser por los carteles de la carretera. Entre aquellos
ciudadanos del mundo, un matrimonio latino con su pareja de retoños, un chico y
una chica que no habían sobrepasado los diez años, sentados un par de hileras
detrás de mí. No sólo fue su educación austera, tan diferente de la de gran
parte de los niños españoles, consentidos y caprichosos, siempre como
ofuscados, con una extraña y permanente irritación, como si vindicaran algo,
como si culparan por su mera existencia. Tampoco llevaban una consola o un
móvil, sino que estaban desnudos ante la realidad, no absortos agónicamente en
un ingenio electrónico, se tenían a sí mismos portando un tesoro invisible pero
fabuloso, su forma apasionada de mirar el mundo, su aceptación sin límites, de
modo que eran como unos aventureros que se hubiesen adentrado en una selva
virgen.
¡Hacía lustros que no veía tanta
plenitud! La plenitud de una infancia sin codicia, cuando la ausencia de
artilugios y sobornos paternos te hace
poseedor de todo. Y esa incalculable riqueza emergía en cada una de sus
palabras, que sonaban como una turbarada de oxígeno, como el sol al mediodía,
como una fría y estrellada noche al confort de las sábanas. Iban diciendo
adivinanzas, memorizadas unas, inventadas ingenuamente otras, y la maravilla
del castellano estallaba ante mí, como si nunca hubiera conocido esta lengua y
me adentrara de súbito en su sonido argentino, metálico, sibilante, con una
entonación exótica proveniente de algún país centroamericano. En sus respuestas
decían “blanco”, “azul”, “rojo”, y sus vocablos salían de tal forma que ni
Mondrian, el sabio de los colores planos, pudo captar hasta tal punto su
esencia.
Era una música que se me quedó en
los tuétanos y que me devolvió una lengua cuyo expolio, desdeño y mal uso me ha
hecho sentir conmiseración. Pero no, allí estaban estos niños y su madre que
los alentaba sutil y dulcemente, con entrega y sin esfuerzo, y de súbito sentí
que aquí radicaba nuestro futuro y que era como si los conquistadores españoles
hubieran ido a América a depositar el rumbo en manos de los indígenas y ahora
éstos vinieran a corregir tanta desorientación. Extraño que las víctimas de un
tiempo sean los guías en otro.
Impresiones, sí, pero el placer
del viaje, la inmersión en la fantasía, la contagiosa dicha proveniente de lo
simple, fueron reales, y, en este sentido, el tiempo transcurrió al revés: de
Madrid partió un adulto escéptico que se fue rejuveneciendo conforme
transcurrían los kilómetros y que, al descender en la estación de Cartuja, era
ya un niño. El mismo niño ilusionado y
lleno de fe que fue hace muchos lustros.
¡Cuánto me gustaría buscar a
estos chavales en Dúrcal, hacia donde debían proseguir, y saber de ellos y recomendarles
a los chicos de su entorno que se hicieran amigos suyos! Si un contumaz adulto se
había metamorfoseado en niño en el espacio de unas horas, ¿qué maravillas no
podrían ocurrir en ellos?
GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 26 de noviembre, 2013
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