martes, 13 de marzo de 2012

RESILIENTES

«Me sorprende la capacidad de utilizar los hechos adversos como pértigas para ser mejor»

Niño sufridor, adulto resiliente

Resilientes

Ha encontrado a su padre tras veinte años sin verlo. Viene tajado por la vida. Lo miras a la cara y ves en él la dureza, la dificultad, el desengaño y la rabia. Es joven, pero parece mayor, no por el físico, sino por el alma. Ayer estuve comiendo con él, y me inspiró simpatía y una inmensa ternura. El padre me enseñó una foto de cuando era niño, y el alma se me hizo trizas. ¡Qué diferencia! Entonces tenía aún confianza en la vida. Ahora sólo tiene confianza en sí mismo.
Se está haciendo una casa en Monachil, junto a la de su padre, y trabaja a destajo, sin parar, preciso, implacable, como si danzase, como si con el movimiento y la actividad, diera salida al sufrimiento acumulado. Está firme, determinado, constante, lleno de pasión, porque es quizá una de las pocas veces en su vida que recibe un regalo.
Me sorprende la capacidad de superación del ser humano, el estar por encima de las circunstancias, allanarlas, vencerlas; la potestad de usar los hechos adversos como pértigas, como oportunidades para ser mejor. A este poder, lo llaman resiliencia.  ¡Voto a bríos que este chico es resiliente! Pedí con todas mis fuerzas que saliera exitoso de su empeño; que quemara el rencor y la rabia y que volviera a emerger el hermoso niño que una vez fue.
En la despedida, nos dimos un abrazo. ¡Y sentí que era genuino! Extraña paradoja de la vida que hace blandos, mentirosos, a quienes mima, y contundentes, veraces, a quienes castiga. Por mí, sólo estaría rodeado de resilientes. Su madurez, su perspectiva, su valentía, su solidaridad, los hacen dignos de confianza. Los resilientes te dicen cosas como “hace tiempo que decidí no culpar a nadie por lo que me sucede”. Lo contrario de lo que predica la sociedad, para la cual son siempre los demás los responsables de nuestras desgracias. Por eso vivimos en la sociedad de la moralina, el victimismo, la denuncia y la enfermedad. Cuanta más culpa esparces y de más enfermedades alardeas, más respetado eres.
El resiliente sabe que esto no es verdad. El resiliente ha aprendido que cuanto te ocurre, proviene de ti mismo. ¿Culpable entonces el padre? ¡No, no, no! ¿El hijo? ¡No, no, no! Ninguno es culpable del sufrimiento del otro. No son víctimas ni verdugos. Ambos son inocentes. El resiliente conduce el timón y no culpa ni a las olas ni al aire ni a la brújula del rumbo de su nave. Navega lo mejor que puede, sorteando la tempestad o aprovechando la calma, para llegar a buen puerto. Toparse con un resiliente es ser ungido por el destino. Es una inyección de fuerza, un prodigioso ejemplo de que no somos esclavos de los genes ni del azar. Es la constatación de que manejamos los hilos de nuestra vida, de que el mundo no puede sino plegarse ante nosotros.

GREGORIO MORALES
Diario IDEAL, martes, 13 de marzo, 2012 

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